¿Qué me preocupa?

Es habitual que pasemos por muchas experiencias de dolor en la vida. El sufrimiento está presente en nuestro camino, aparece como un intruso y nos roba la tranquilidad, el equilibrio, la alegría de vivir y tiene como objetivo fundamental matar la esperanza.

Creo que la esperanza es la virtud más desapercibida, de las tres teologales. La FE la vemos como ese don necesario y presente que nos guía y justifica nuestro deambular por esta vida; la CARIDAD -el AMOR- es el centro, nuestro alimento, nuestro motor. Sin embargo, la esperanza se queda como olvidada, como que solo atiende a los deseos, lo que vendrá y por esto mismo, como que me olvido de ella y ni siquiera la considero. Para mí, está muy asociada al Espíritu Santo y es la que da el sentido a cada paso que doy. Cuando estoy falto de esperanza, enseguida me doy cuenta que debo cuidar la oración, pedir luz y caer en la cuenta que hay un exceso de YO en mi vida. Ahí es cuando la desesperanza, como enredadera, me envuelve, paraliza y decolora mi vida. Mi vitalidad se desmorona. Luchar contra esta fuerza que te asfixia es el primer paso para crecer y seguir construyendo tu vida.

Hay muchas ocasiones en las que el dolor supone ese freno y sinsentido que nos deja impotentes. No entendemos el por qué. Es la pregunta eterna, ¿Por qué me tiene que pasar esto a mí? ¿Para qué sirve este sufrimiento? ¿Qué sentido tiene…? Hay un libro que me parece una obra de arte, en su brillantez y profundidad, que nos introduce en el Misterio del Dolor (Padre Mendizábal. Ed. Edapor).

La sociedad del consumo, del bienestar, no acepta el dolor en la vida del hombre. Cuando aparece, rápidamente se rebela y clama al cielo. Pide explicaciones de ese sinsentido: accidentes, desastres naturales, violencia contra la persona… en las que aparece la muerte, la pérdida, dan paso al vacío y a la ira contra un dios malvado que permite ese dolor inútil.

Siempre me asombra la capacidad que tenemos los hombres para ser infieles al Señor, no tenerlo presente en nuestra vida, no contar con Él para nada y ejercer nuestra libertad como seres independientes y autosuficientes y revolvernos contra Él para acusarle de nuestras desgracias o fracasos. Sucede tanto a los creyentes como a los no creyentes.

Los creyentes pensamos que somos los escogidos para llevar una vida cómoda sin contrariedades y que Dios debe agradecernos que le tengamos presente. Y no aceptamos los reveses que da la vida y enseguida LE pedimos cuentas. A mí eso no, que soy tu elegido y me debes llenar de parabienes. Y le damos la espalda porque no podemos admitir esa cruz en nuestro camino; no nos la merecemos.

El no creyente, con la misma o mayor ira, clama al cielo reclamando paz y amor y condenando a un dios del que reniega y ante el que ese dolor sin sentido afianza su creencia en la no existencia de Dios. Es curioso que por un lado demuestra que cree en Él para la queja y a continuación reniega de ese dios que no se ajusta a su medida.

Yo no tengo ninguna explicación que dé sentido a la muerte de un amigo en un accidente de coche, no tengo explicación para el dolor que experimenta un niño que sobrevive a una catástrofe natural y se queda solo en el mundo, no tengo explicación para el sufrimiento de unos padres que pierden a un hijo, a una niña que es secuestrada y humillada en su dignidad, una sociedad que ve morir a sus amigos y familiares porque un loco les embiste con un camión o se autoinmola arrasando cuanto pilla a su paso. Excepto frente a desastres naturales que nos enfrentan a la dureza de la vida, el resto de casos suelen responder a acciones del hombre –sea por imprudencia, por vicios o por inconsciencia-. El hombre que es ante todo un ser libre, es dueño de su libertad y como niño pequeño la reclama siempre sin medir las consecuencias de un uso imprudente. No asumimos nuestra responsabilidad y siempre buscamos al culpable en el otro, en el cercano y cuando no lo encontramos cerca, miramos a Dios y le exigimos explicaciones.

Ante estas situaciones de dolor desgarrador la única luz que me puede sacar de mi rabia es mirar la cruz de Cristo. Si no aceptas que no tienes todas las respuestas, si no aceptas que hay cosas en la vida que te superan, si no vives una vida en ofrecimiento de lo que te venga, si no te abajas y pides misericordia, fortaleza, esperanza… un hachazo de este calibre puede dejarte cojo para siempre. Al mirar al crucificado, al Hijo de Dios, al inocente, al todo bondad entregado, humillado, maltratado, escupido, odiado… que obediente al Padre, como cordero, manso se entrega por ti, surge la misma pregunta, pero en mayúsculas, POR QUÉ, PADRE este sufrimiento sin sentido. Por qué lo has considerado necesario, por qué este ensañamiento con el modelo de virtud, con la criatura más perfecta, santa e inabarcable.

Somos tan insignificantes que no llegamos a comprender la magnitud del pecado, lo que significó el pecado original, traicionar la confianza de Dios y erigirnos como dioses, negándole a Él. La Justicia de Dios exigía el castigo de la mortalidad del hombre que teniéndolo todo se corrompió. Pero Su Misericordia fue mayor y para reparar este desprecio sacrificó a su propio Hijo, haciéndolo hombre y enviándolo a la muerte y una muerte de cruz. Se escapa a mi entendimiento el por qué, pero ilumina mi razón entender que ese dolor que aparecerá o ya ha aparecido en mi vida sólo tiene sentido si se lo ofrezco al Señor; mi entrega es valiosa para Dios, mi entrega voluntaria es reparadora y saber que lo es -sin entenderlo- ponerme en Sus manos, abandonarme en Su sabiduría, confiarme a Él -sin razones- es suficiente para aceptarlo. No quiero el sufrimiento, pero hágase Tu voluntad.

Última modificación: 05/07/2019

Autor

Comments

Comentarios

Escribe una respuesta o comentario